Él y ella me habían parecido aquella primavera distintos de todos los seres humanos, como divinizados por un secreto que a mí se me antojaba alto y maravilloso. El amor de ellos me había iluminado el sentido de la existencia, sólo por el hecho de existir. Ahora me consideraba amargamente defraudada. Ella me huía continuamente, nunca estaba para mí en su casa  si la llamaba por teléfono y no me atrevía a ir a verla. 

Nada, Carmen Laforet, capítulo XVII

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